Incertidumbre by Miguel Alcantud

Incertidumbre by Miguel Alcantud

autor:Miguel Alcantud [Alcantud, Miguel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Terror
editor: ePubLibre
publicado: 2021-12-15T00:00:00+00:00


23

Mi siguiente visión de mí misma fue con Matías, justo el día que Vivi me dijo que me regalaba la casa y fuimos a ver cómo organizarla.

Regresaba después de ver a la psicóloga, por lo que no estaba de buen humor. Apenas crucé el umbral, quitándome la chaqueta, noté cómo la puerta se abría detrás de mí. Por la hora pensé que era Matías.

Casi acerté: éramos Matías y yo.

Fue una sensación muy rara. No sé si porque la imagen a la que estamos acostumbrados es la del espejo, donde todo es al revés, pero me resultó muy extraño verme.

Los dos entrábamos a nuestro nuevo hogar despacio, mirándolo todo como si no hubiéramos estado miles de veces en esa casa, al menos yo. Matías estaba hiperactivo. Caminaba de un sitio para otro, cogía las tortugas, las dejaba, se metía en las habitaciones… Mientras, yo me movía despacio y lo observaba todo nerviosa, como cohibida.

Nos abrazábamos muy fuerte y yo le decía algo que no logré recordar.

Éramos una gran pareja, sin duda.

Luego vi cómo esa yo del pasado y ese Matías del pasado se metían en el dormitorio y los perdí de vista.

Supongo que es imposible, o al menos lo es para mí, resistirse a la tentación de mirarse a uno mismo, así que fui a buscarnos por toda la casa.

No hubo suerte, pero casi me da un infarto al entrar en el estudio de Matías. No esperaba encontrarme con nadie, y, de pronto, allí estaba él, con la cabeza a menos de un palmo de la pantalla del ordenador. Editaba una canción en su Cubase con los cascos puestos, por eso no le había oído (ni él a mí).

De pronto sentí una sensación de irrealidad y durante unos segundos no supe si Matías era de verdad o era una visión. Entonces él me vio, se quitó los cascos y se levantó a darme un beso.

Era de verdad.

Como ya había aprendido la lección (o eso creía yo), le pregunté por sus cosas antes de contarle qué había visto.

—¿Qué tal tu día?

Estaba feliz y relajado. Lo importante no era lo que me dijera o no la psicóloga, sino haber ido.

O eso era lo que yo pensaba…

—Por fin tranquilo; he podido salir antes y todo. —Y luego sacó el tema, por supuesto—. ¿Qué tal la psicóloga?

Traté de encontrar las palabras para no fastidiar nuestro día.

—No… No nos entendemos bien. No me ha gustado mucho —dije suavizando muchísimo mi opinión verdadera.

—¿Y eso? Te la habían recomendado, ¿no?

—Sí, sí, pero no me he sentido a gusto. No creo que vuelva —respondí.

No le hizo ninguna gracia.

—Joder, Susana.

—Bueno, probaré con otro psicólogo —mentí para ganar tiempo, aunque tenía clarísimo que mis días de paciente de psicólogo habían terminado.

—Cómo tú veas —dijo y volvió a su ordenador.

De pronto me sentí mal por haberle decepcionado.

Miré unos segundos cómo hacía maniobras inexplicables con las pistas de sonido.

Entonces probé algo que suele funcionar casi con cualquier persona: le pregunté por sus cosas.

—¿Qué haces?

Él me contestó sin mirarme, pero no porque estuviera ofendido, sino porque una vez sentado ya le era imposible mirar hacia otra parte.



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